Bajó por las escaleras y no por el ascensor los tres pisos. La angustia lo ponía así. Al salir a la calle, la noche era completa. Nadie por allí, las luces apagadas, la gente tenía la extraña costumbre de dormir en ese barrio, a esa hora. Lo único que iluminaba la existencia eran las dos luces por cuadra, luz tenue y amarillenta. Caminó a largos pasos las cinco cuadras hasta la avenida, haciendo caso omiso de los ruidos a su andar -- gatos, un tacho de basura demasiado lleno que pierde su equilibrio, un auto que correría a algunas cuadras de allí, un charco inoportuno que se interpuso entre la baldosa y su pie izquierdo; por estricto órden de aparición. La avenida estaba algo más viva; un poco más de diez personas habría dando vueltas por allí, viendo vidrieras, apurándosè para llegar a casa; la mayoría en el bar, dónde el entró a pensar, acompañado por un café con leche, grande, humeante, y por el gato que dormía sobre la mesa de al lado al llegar él, y que desde entonces no hacía más que mirarlo, con cara de sueño. Pensar, pensar, pensar. No hizo más que pensar en la hora y media que allí quedó. Primero, en qué debería hacer, a quién consultar, a quien contar que estaba sucediendo, el motivo de su angustia, de su inquietud. Miguel? debía estar durmiendo. Era de confiar, su primera opción, pero ahora no sabía, Miguel sabía tener poca paciencia con él. Quizás debería dejarlo como opción para algo de más difícil solución. O si no... Matilde. Podía ir con Matilde, ella dormía poco, y se acostaba tarde, no tendría problemas con ella. Sobre todo porque ella siempre supo recibirlo con un espacio en su cama. Pero no podría contarle nada en realidad. Porque ella no podía darle consejo en este asunto, y porque en realidad sabía que a ella no le importaba un corno. Así pasó su hora y media. Pensando. Varias veces casi decidido, a punto de levantarse de la silla para ir de Matilde. Pero no. No. En esa hora y media su angustia fue decantando, se aminoró, pensó con frialdad. No sabía en realidad si habia cerrado herméticamente el cajón. Salió tan apurado que podría haberlo dejado así, pensando que lo había dejado como siempre. Claro. Puede ser. Podría haber sido así. Por qué - pensaba él - se dejaba llevar por su debilidad de carácter. Siempre tan atolondrado. Insinuaba una sonrisa mientras se levantaba y dialogaba consigo mismo sobre la conveniencia de dejar 25 o 30 centavos de propina. Qué tonto, pensó, en las cuadras de vuelta a su departamento; como podía ponerse así? Que tonto...
Abrió la puerta, miró el cajón, sonrió, casi rió - pero es estúpido reir solo, siempre decía - se quitó la ropa, rápido, porque tenía sueño. Fue a abrie el cajón y se paró en seco. Casi casi se le escapa una risa. Lo abrió lentamente, dejó la carpeta y lo volvió a cerrar. Apagó la luz y se acostó, comenzando a dormirse casi instantáneamente al taparse con la frazada, mientras pensaba como podía haber imaginado tantas cosas, si aún al volver a salir, había dejado el cajón de la misma manera, apenas acercado.
La oscuridad se asentó en la pieza, y por debajo de la cajonera relucieron dos pequeños ojos rojos, brillantes.
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waw, me atrapo, escribis increible, ademas me sorprendio el final...muy muy bueno