Un café, de gusto fuerte, un cigarrillo después, y la vista de la gente que desanda las veredas de la esquina: nada de eso se sintió igual a como él lo experimentó alguna vez. Todo le aparecía vacío y forzado, deslucido, como un desgraciado que en sus peores momentos se esfuerza por intentar revivir antiguas luces. Apareció ella caminando entonces, pura luz y belleza, una estrella desviada del cielo para encandilar a los mortales. Lentamente se desplazaba entre la gente, se detenía por momentos a mirar alrededor, a decidir su camino. Él la miraba intencionadamente, esperando que pase por allí, por él. Finalmente lo ve, le sonríe y saluda, y se dirige hacia su mesa. La luz se intensifica y los viejos momentos de pronto reanudan, en medio de imagenes deslucidas pero simplemente intensas. Ella se sienta y ensayan diversas charlas por sobre las sobras del café. Nada dura, él se cansa y ella sólo desvanece, y con ella la luz, la imagen de viejos tiempos, y la realidad opaca y gris se instala sobre la mesa del bar en la vereda. No hay nada que hacerle. Se levantó, dejó cuarenta y cinco centavos junto al pocillo sobre el azúcar, y se fue, enjugando disimuladamente una lágrima en su mejilla izquierda, silbando bajito.
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