"Es un problema de semántica, Juan. Vos podés decir corrió, cantó, esquina, mujer, refucilos, pieza, miró, pensó, cogió, 'una lágrima dulce caminó por sus dedos hasta su memoria', pero nunca vas a convertirlo en realidad. Son símbolos muertos que se esfuman al minuto. Son palabras, nada más."
"No sabés de qué hablás" le dije, "usás las palabras sin tener idea de qué significan". Terminé el café mientras me terminaba de caer mal la vida, con la risa sutil, pretendidamente sarcástica de Carlos, que hacía bollitos con los sobrecitos de azúcar y los tiraba dentro de la canastita de las medialunas.
"Es el tiempo de la imagen", me siguió molestando, "ahora todo pasa por los ojos. Los escritores ya fueron, pronto serán sólo guionistas. De cine o de historieta. El esqueleto de la imagen: eso serán las palabras en un futuro".
No le respondí. Cualquier cosa que hubiera dicho seguramente sería el preludio de una tragedia. Acariciaba mi cuaderno cuando Carlos recomenzó su desvarío.
"TEC-NO-LO-GÍA", dijo, señalando cada sílaba con el golpe de un dedo sobre la mesa. Estaba sentado de costado en la silla, sobrador y en su mirada relucía su verdad revelada. "Todo es tecnología. El libro es cosa del pasado. Los chicos no se van a dormir con un libro bajo el brazo. Despertate". Me miró sonriendo. Sus dientes brillaban por contraste al oscuro agujero del frontal que le faltaba.
Me cansó. Abrí el cuaderno y escribí: "La cara de Carlos se volvió repentinamente seria. Se tomó el brazo izquierdo que apretaba contra su costado, chilló levemente. Cerró los ojos, se revolvió violentamente y cayó muerto sobre la mesa del bar. Un paro cardio-respiratorio, seguramente."
Llamé a la moza y le pedí aue sacara las cosas de la mesa. Necesitaba lugar para escribir tranquilo. Se llevó el pocillo con su cuchara, el canasto de las medialunas y a Carlos. Se olvidó los sobrecitos de azúcar, los tres apilados en un rincón.
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