El teléfono vibró, sonó, tocó su melodía, ansioso, impaciente, dentro del bolso desordenado de Leonor. Sobresaltada, dejó apenas pudo las cosas en la mesa y fue a revolver entre las múltiples cosas hasta encontrarlo. Lo abrió, para ver un mensaje: “Leonor...”, y nada más. No supo que hacer y lo dejó sobre un estante, mientras volvía al trabajo, pensando en qué le quiso decir y qué le iba a responder.
Matías veía por la ventana del bar cómo el sol iba prediciendo su aparición por sobre los edificios al otro lado de la avenida, la mano casi tocando su teléfono, como invocando la respuesta. En la mesa quedaban los restos del café con leche y las medialunas ya comidas, ni siquiera la soda quedaba ya, pensaba, incierto entre pedir a la moza un nuevo vasito de soda (sería gratis?, me lo cobrarían?...) y quedarse simplemente mirando la avenida por la ventana. No daba para pasar la lengua por la mesa, absorbiendo las migas, prolijamente juntadas en mitad de la mesa.
Mientras trabajaba los pocos minutos que bastaban para ganar la parte de su sueldo correspondiente a la hora, Leonor miraba con insistencia al teléfono, con la vana esperanza de que el mensaje sea completado sin su intervención. Nada. Y después... nada. Iba a tener que volver a trabajar unos minutos más para completar la hora, pensaba, porque estaba haciendo su laburo distraída. Algo ansiosa, se levantó, dejando lo que hacía, y buscó el teléfono. Sus dedos, algo torpes, no tanto por la ansiedad sino porque ella es algo torpe, recorrieron las teclas escribiendo un mensaje inquisitorio, imperativo, demandante.
El teléfono de Matías vibró y chirrió, moviéndose por la mesa, un rato bastante largo. Él lo dejó terminar, respetuoso de las funciones de los aparatos. Lo miró con alegría, mientras el aparatito terminaba su danza, realizaba su pequeña razón de ser, su show. Lo tomó con una mano, apretando con el pulgar y sin ver las teclas: su mirada estaba perdida en sus pensamientos profundos sobre su existencia. “Qué pasa?” decía, simplemente. Los dedos siguieron su labor a ciegas, respondiendo la necesidad básica, la incógnita, rápidamente satisfecha. Presionó, finalizando la tarea, la tecla que indicaba, servicial, la función de ‘enviar’, sosteniendo el aparato en el aire, como ofreciéndolo al dios de las comunicaciones como ofrenda. Pipón, el artificio electrónico chirrió indicando misión completa. Sin ver, embobado por la actividad de la calle, apoyó el celular en la mesa, pensando en la realidad de su existencia, si vivía o era invención de otra persona, si su universo no terminaría detrás de la pared que veía allá, de si existía constantemen...
Apenas había Leonor comenzado a trabajar nuevamente, para terminar lo empezado, el teléfono comenzó a llorar irremediablemente, exigiendo su atención, como bebé de familia numerosa. Un poco molesta, dejó las cosas sobre la mesa sin apuro, y fue a buscar el aparato esperando satisfacer la curiosidad originada por aquel primer mensaje. Con torpeza, casi tirando al piso el teléfono, puso la respuesta en la pantalla, que le dijo simplemente: “... te quiero.”. Quedó un rato mirando la pantalla, admirando la puntillosidad del punto final y el detalle de los tres puntos iniciales.
Matías miraba al frente, el sol ya dándole de lleno, por encima de los edificios, y por la manera en que le hacía entrecerrar los ojos, disminuir casi hasta la ceguera, la oscuridad, no pudo dejar de pensar en que realmente él no existía.
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